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No habrá igualdad de condiciones en las redes sociales

En las últimas horas, Elon Musk, quien se ha convertido en el único propietario de Twitter, ha anunciado que la verificación de los perfiles —la insignia azul que certifica tu identidad digital en esa red social— costará 8 $ al mes. 

¿Pero es lógico empezar a tener que pagar para garantizar que quienes estamos escribiendo ese tweet somos nosotros y no otra persona que está suplantando nuestra identidad digital? 

La verificación, tu recompensa

Si entran en Google y escriben “¿Cómo conseguir la verificación en Twitter?”, miles de resultados —la gran mayoría, blogs de marketing digital— le aconsejaran qué pasos seguir para enviar la solicitud.

¿Pero qué representa la insignia azul para los usuarios? Digamos que Twitter —y las otras redes sociales— siempre han premiado a sus creadores de contenidos con esta distinción. Se trata de algo anhelado por los usuarios activos en una red social, porque saben qué les proporciona: mayor número de seguidores y más visibilidad del perfil y de las publicaciones. Así pues, la respuesta se podría resumir en una palabra: una recompensa

Musk lanza esta propuesta porque sabe que los usuarios estarán dispuestos a pagar 8 $ mensuales, ya que, gracias a la verificación azul, obtendrán más visibilidad y reconocimiento digital. Algo que hoy en día es fundamental para los usuarios en las redes sociales.

¿Igualdad entre usuarios?

Esta compensación no es nueva, digamos que las principales redes sociales intentan crear incentivos para que los usuarios que obtengan mayor número de seguidores puedan disfrutar de unas funcionalidades extras. Por ejemplo, en los inicios de las emisiones en vivo, no todos los usuarios podían emitir en directo por Facebook, solo aquellos perfiles verificados. Algo similar pasó en Instagram cuando únicamente los usuarios que habían conseguido 10.000 seguidores —y, obviamente, los perfiles verificados— podían añadir enlaces en sus stories. O, en YouTube, para poder personalizar tu URL en tu nombre de perfil, debías conseguir como mínimo unos 1.000 suscriptores. Y de Linkedin ya mejor ni hablamos, porque la diferenciación que hay entre usuarios simplemente por ser un perfil gold, es escandalosa, en una plataforma de networking y de búsqueda de empleo. Así que la igualdad de condiciones entre usuarios y la democratización en las redes sociales, como ven, es algo que da risa

Los requisitos que un usuario debe cumplir para conseguir la verificación azul siempre han sido injustos. Aunque Twitter tiene publicado un decálogo explicativo para intentar razonar su decisión, es vox populi que lo fundamental es tener un abundante número de seguidores, y el mismo argumento se podría trasladar a Instagram, Facebook, TikTok o YouTube. 

Estos incentivos son una manera de conseguir que los usuarios compitan entre ellos para obtener estas funcionalidades extras y, así, diferenciarse del resto de sus seguidores. Y, a la vez, que estas grandes plataformas obtengan usuarios activos creadores de contenido y, por lo tanto, mayores beneficios.

Pagar por ser tú 

Si hay algo que preocupa a los creadores digitales —y a los usuarios en general— es que otra persona les robe el perfil o que suplanten su identidad digital. A veces, estos ciberdelincuentes encuentran en perfiles personales o comerciales una manera de poder actuar libremente para chantajear económicamente a los propietarios.

Así pues, ¿estarían dispuestos a pagar por acreditar su identidad digital? Esto es lo que pretende Elon Musk. Cabe destacar que esta distinción no le eximirá de los ataques maliciosos o de que algún individuo les robe el perfil y les chantajee para recuperarlo. Repito, Musk pretende hacerle pagar 8 $ al mes por ser tú.

El factor singular de Twitter

Pero, además, hay un factor muy extraordinario en Twitter. La diferencia que existe entre perfiles personales y comerciales o institucionales es muy considerable.

La gran mayoría de los creadores de contenidos se han ido a otras redes sociales donde la imagen y las tendencias audiovisuales son más importantes —por ejemplo, Instagram o TikTok—. Esto quiere decir que, según las cifras oficiales proporcionadas por la misma red social (en 2020), cerca del 35% de los perfiles activos en Twitter son cuentas de empresas o instituciones

Esto ya nos puede dar ciertas pistas de que esta funcionalidad no está tan pensada para los usuarios finales, sino para los perfiles comerciales: las marcas y las instituciones públicas que querrán certificar su identidad digital para que otro usuario o la competencia no las suplante; además, teniendo en cuenta el peso de la política en esta red social.

Me puedo figurar que la proposición de Musk tendrá muchos adeptos y que numerosos usuarios y marcas pagarán por esta funcionalidad. Solo pretendo que aquellos que se lo estén planteando sean conscientes del papel que juegan, porque, en las redes sociales y en internet, la libertad individual está cada vez más en entredicho.

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El tiempo opresor

No llego a todo

Me siento abrumado con todas las tareas pendientes que están escritas en la lista esperando a ser tachadas. Siento placer cuando tacho una y me agobio cuando anoto dos más. Recuerdo que, en un evento de marketing digital, un experto en productividad personal recomendó diferenciar las tareas en personales y profesionales. Desde entonces mi libreta está fraccionada en dos mediante una raya divisoria. Después, escuché que otra experta aconsejaba distinguir las labores prioritarias de las aplazables. La respuesta fue la misma, no conseguía liberarme del estrés y del fracaso que suponían tener consciencia de la lista interminable. 

Hoy el tiempo se ha convertido en un tirano que nos azota cada vez que recibo un correo electrónico para una reunión, una quedada con los amigos, un recordatorio de mi veterinario, un libro que acumulo sobre la mesa, una película que pongo en “favoritos”, un fin de semana con mi pareja, una propuesta empresarial de una excompañera de trabajo, un WhatApp de mis padres para cenar juntos, una revisión de mi médico, una formación que tengo que preparar, un artículo que debo escribir, etc.

La exigencia de la temporalidad

He comprendido que, además de los quehaceres pendientes, hay una exigencia en nosotros mismos, una autoimposición, que a menudo tiene más peso que las tareas superfluas de la cotidianidad.

Con frecuencia se refleja en las pequeñas cosas, como pasar más tiempo haciendo deporte, cocinar para elaborar mejores platos o pasar tiempo con tus amigos o familiares. Pero hay otros que se sitúan en los adentros de la persona. Son aquellos que nos formulamos, sobre todo, por comparación: “Me encantaría tener aquel cuerpo, quiero escribir ese libro, quiero estudiar esa carrera, me quiero ir a vivir a ese pueblo, me gustaría adoptar un hijo, deseo hacer aquel viaje”, etc. 

Son deseos que se instalan en nuestra mente y que se despiertan cuando se hacen presentes en las vidas de los demás. Pueden llegar a herirnos, porque nos recuerdan la temporalidad y finitud de nuestra existencia. Una concepción del tiempo que nos hace reflexionar sobre el sentido de nuestra vida.

Aprovecha el tiempo

Vivimos instalados en una máxima que nos repetimos constantemente y que, además, tenemos la osadía de ofrecer como reproche al otro: “¡Aprovecha el tiempo!, “¡Invierte tu tiempo!”. 

Somos seres que producen, consumen y mueren. El primer verbo impone al segundo sus obligaciones contemporáneas. Y este se hace presente en nosotros en forma de trastorno mental. ¿Cuánto padecimiento nos está ocasionando nuestra concepción del tiempo? Desde la hiperaceleración hasta la sobreestimulación digital a modo de notificación. 

La digitalización y la relación con el tiempo

Todos los dispositivos tecnológicos con los que interactuamos tienen un común denominador: el tiempo. Todos y cada uno de ellos se han propuesto ahorrarnos tiempo: escuchar una nota de voz en WhatsApp en ×2, enviar un mensaje de manera instantánea, ver una película en cualquier momento y dispositivo, acceder a la información en directo y tiempo real, historias que se eliminan en 24 horas, redes sociales que nos avisan de comentarios de seguidores, notificaciones de fitnes y salud que nos recuerdan que esta semana no hemos cumplido los objetivos previstos, etc. 

Si precisamente la tecnología se ofrecía como remedio a muchos de los problemas que tenía el humano moderno, tengo la sensación de que los ha agravado y que nos ha impuesto muchos más de los que teníamos en un principio. Por lo tanto, me gustaría saber qué respuesta tiene la tecnología ante nuestra nueva relación con el tiempo.

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Ya no somos amigos

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Compromisos digitales

Existen determinados ambientes en los que te ves obligado a devolver el follow. A menudo son laborales y te encuentras en el aprieto de seguir a alguien solo por responsabilidad. Los excompañeros del instituto, nuestros amigos o los miembros de la familia también forman parte de esta mochila digital que vamos arrastrando. Todos ellos forman parte de los compromisos digitales. Intuimos a la perfección que los contenidos de esa persona no nos interesarán lo más mínimo, que solo le seguimos por corresponder su invitación, pero somos muy conscientes de que nuestro unfollow podría desencadenar la enemistad. ¿La solución? Muchas personas deciden abrirse otra cuenta, más personal y privada, donde seleccionar cuidadosamente a quién seguir y mantener una división entre contactos de ambas cuentas. Pero ¿es lógico actuar así?

Te he dejado de seguir

Nuestra amistad pende de un hilo. Es un hilo invisible, digital y que simboliza nuestra unión. Es frágil y en cualquier momento se podría rasgar. ¿El motivo? Mi disposición a dejarte de seguir. Aunque no te percates al momento, es posible que una app te lo notifique o que quizás un día dejes de verme entre tus seguidores. Es curioso, pero no sabemos digerir que nos dejen de seguir. No obstante, ¿qué atributos depositamos en el unfollow? Hay quien se defiende expresando que es una falta de educación o incluso una falta de respeto. También hay quien formula su disconformidad alegando pedantería. En todo caso, vamos a tener que pensar en argumentar el porqué de nuestra decisión, ya que la pregunta, tarde o temprano, acabará apareciendo. Si bien sabemos diferenciar entre la amistad verdadera de la virtual, aunque popularmente se ha conocido como “amistad” el vínculo que existe entre dos usuarios cuando se solicitan una invitación para seguirse, también deberíamos ser consecuentes con no generar ningún conflicto en el momento en que uno deje de seguir al otro. 

Hablemos en serio de la amistad 

¿Puede ser la amistad concebida en la virtualidad? ¿Se desarrollan las mismas cualidades en la amistad presencial que en la online? Pocos son los estudios que hablan de este nuevo prototipo de amistad, cada vez más latente en nuestra sociedad. Todo parece indicar que la amistad necesita de un aspecto físico que la digitalización actual no proporciona. Se generan diferentes cualidades en la presencialidad: los gestos, la fisonomía, el contacto, la expresión, etc., que son intrínsecos para que aparezca el chispazo de la química que se desarrolla con el otro. Así pues, la tecnología, por mucho metaverso y realidad virtual que intente desarrollar, poco tiene que hacer para aflorar relaciones personales profundas. 

Mi última experiencia

Acabaré explicando una experiencia personal ocurrida en las últimas semanas. Me predispuse a dejar de seguir a un usuario del que no me interesaban lo más mínimo sus publicaciones. Incluso podría decir que me incomodaban sus bailes, en los que experimentaba auténtica vergüenza ajena. Una vez lo dejé de seguir, me escribió por privado y me preguntó el motivo de mi unfollow. Su pregunta me sorprendió y tuve que reflexionar en si manifestarle mi sinceridad. Lo hice. Su respuesta me incordió y me llevó a meditar hasta qué punto seguimos a personas en redes sociales solo para no desencadenar su ira.

La amistad es mucho más que un simple botón donde instalar nuestra inmadurez. 

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Esto forma parte de tu intimidad

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Lo íntimo, lo privado

Su privacidad es importante para nosotros”, me explica una empresa cuando accedo a su página web, donde me toca decidir si aceptar o bloquear sus cookies. Incluso para suscribirme a una lista de correo electrónico tengo que aceptar la política de privacidad. 

A todos nos pasa lo mismo. Estamos tan familiarizados con manejar la privacidad en nuestra cotidianidad digital que la confundimos con la intimidad. Sin embargo, la privacidad se define como el “ámbito de la vida privada que se tiene derecho a proteger”, y la intimidad, como “la zona espiritual íntima y reservada de una persona”. Incluso si indagamos en su origen latino, la intimidad ya nos habla de su interioridad mediante el prefijo in- (‘interior’) y de su cualidad con el sufijo -dad. Por lo tanto, la intimidad es algo muy superior, situado en los adentros de la persona, que forma parte, incluso, de su zona espiritual. 

Tu Stories, tu interioridad

La inercia en la que a veces caemos al exhibir todo lo que hacemos hace que nos olvidemos de pensar con quién queremos compartir nuestra interioridad. Todo nos empuja a “compartir”, que, en realidad, poco tiene de “compartir” (hacer partícipe al otro) y mucho de mostrar o exhibir. El que no se expone físicamente o revela lo que hace o posee, no tiene buena fama. ¿Será feo? ¿Llevará una vida aburrida? ¿Por qué no comparte Stories de su fin de semana? Los contenidos que publica un usuario nos hacen creer en la idea de que conocemos cómo es la vida de una persona. Poco nos hace pensar en que estamos abriendo las puertas de nuestra intimidad a diestro y siniestro.

No tengo nada que esconder

A menudo nos hacemos trampas. Nos engañamos con frases que quién sabe de dónde las hemos sacado. Una de mis favoritas es “no tengo nada que esconder”, que podría replicarse con un “y, en cambio, tienes mucho que mostrar”. No se trata de esconder, se trata de no entretener a los demás con nuestra interioridad. Porque, al fin y al cabo, se trata de puro entretenimiento dosificado en clips de 15 segundos, publicaciones en forma de carrusel o videoblogs en forma de realities

Devaluación de la intimidad

Es fácil pensar que pregonar aquello que estamos comiendo o el pueblo que visitamos no forma parte de nuestra interioridad. Comunicar nuestras inquietudes, problemas o sentimientos en plataformas digitales es algo impensable, porque lo consideramos íntimo. Nuestros pensamientos y reflexiones no se los explicamos a cualquiera, sino a un confidente, alguien con quien compartir y a quien trasladar nuestras preocupaciones. Dejamos que ese otro participe de nosotros y que, mediante su opinión, consejo o escucha habite en nuestra interioridad. En cambio, ofrecemos nuestra vida a desconocidos a modo de historia diaria obsequiándoles con nuestra intimidad.

Debemos fomentar una cultura de la intimidad ante esta imparable exposición de la tecnología del yo”. Proteger nuestra vida íntima, que no ha de ser observada o interpretada por el exterior. Alimentar esa “zona espiritual con personas que nos proporcionan su amistad, sinceridad y confianza. La intimidad entendida como un ejercicio permanente de reconstrucción que se brinda y se obsequia a quien se lo gana. 

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¿He cambiado yo o han cambiado las redes sociales?

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Es un zumbido constante. Una mancha que se extiende y no parece tener fin. Cada vez somos más los que nos cuestionamos nuestra presencia en las redes sociales. Estar, ¿para qué? ¿Para quién? Aunque su aparición en los 2000 nos llenó de entusiasmo, ahora parecen ser las responsables de las calamidades de nuestro nuevo mundo. ¿En qué se han convertido? Más allá de la visión apocalíptica, ¿tienen solución? 

Desconfianza 

Una bola inmensa de bulos nos persigue. Ya no sabemos lo que es verdad y lo que no. Ya no sabemos en qué o quién confiar. ¿Será el último SMS del banco una estafa? ¿Es este nuevo seguidor de Twitter un bot? ¿Es cierta esta noticia compartida en un grupo de WhatsApp? Nuestra concepción de la veracidad se ha transformado y nos vemos conviviendo con la desconfianza, que está presente en todos los rincones.

Algo-ritmo

Nadie sabe cómo funciona, y aquellos ingenieros de Google o Facebook que son conocedores de sus procedimientos indecentes son despedidos fulminantemente cuando se van de la lengua. Aceptamos que somos unos perfectos ignorantes sobre cómo actúa, prioriza, filtra y excluye, si bien son los responsables de mostrar los contenidos que millones de personas consumen cada segundo.

Autoengaño

Nos reconocemos en el autoengaño, formamos parte de él y no parece preocuparnos. Seguimos interactuando en forma de like o comentario a un Story en el que un filtro nos modifica el color de los ojos o el pelo, o nos llena el rostro de pecas, a su antojo. O seguimos a los influencers que emplean nuestro perfil como herramienta económica de enriquecimiento, chismeando sus vidas estratégicamente comunicadas para percatarnos de los lujos que ellos poseen y tú no. Aun así, nos sumamos al juego de mostrar una parte de nuestra vida, que dista mucho de nuestra realidad, para alimentar nuestro yo digital. 

Entreteni-miento

En 2009, pasarse horas frente al muro de Facebook ya nos hacía pensar que algo no iba bien. Con la multitud de plataformas y redes sociales de las que disponemos en la actualidad (Twich, TikTok, Instagram, YouTube…), la voluntad de los usuarios ha cambiado. Se emplean las redes sociales como herramienta de consumo de masas, los llamados mass media, que compiten con las grandes plataformas audiovisuales (Netflix, Amazon Prime, HBO…) para conseguir tenernos más tiempo entretenidos, literalmente, perdiendo el tiempo. Una sociedad entretenida no fomenta su voluntad crítica. Nos contentamos fácilmente con nuestra felicidad superficial. 

Privacidad

Aquellas páginas web a las que entras, aquellos productos que sitúas en el carrito de Amazon, aquellos clics en banners o pop-ups que inundan tu pantalla, las cookies que aceptamos, los likes, tu correo electrónico, etc. La lista fatiga. Todo esto son los datos que las webs, plataformas y redes recogen de nuestra actividad digital. No tenemos ni idea de qué hacen con ellos, a qué empresas o partidos se los venden. Lo único que conocemos es que son muy, muy, muy valiosos. Algoritmos capaces de interpretarlos y de bofetearnos con grandes dosis de publicidad digital. Incluso es gracioso, porque si buscas en Google “qué hacen con nuestros datos en internet” encontrarás, en los primeros resultados, los miles de beneficios que estos servicio ofrecen.

Estas son algunas de las reflexiones que me planteo y que me permito poner en cuestión. Albiro el presente y el futuro de las plataformas y redes sociales con preocupación.

Las dificultades que nos encontramos las personas que, con nuestra presencia, hacemos uso de las redes, son nuevas. Y los enigmas que las recubren no parecen arrojar luz esperanzadora. Aunque parece que asumimos esta angustia con empobrecimiento, deshumanización y el consumo de herramientas que han estado diseñadas para ser adictivas. 

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Turisme d’Instagram

Article publicat el 04/03/2022 a El 9 NOU

“Ho vaig veure a Instagram”, deia una de les visitants als gorgs glaçats de Campdevànol en un videoreportatge que va publicar el perfil del @324cat en aquesta mateixa xarxa social. No era l’única. De fet, la massificació de visitants que s’han sentit atrets per aquest fenomen natural ha derivat en la presa de mesures per controlar l’accés i l’aforament per part del consistori de la localitat.

El col·lapse d’espais naturals protegits no és extraordinari. Ja ha passat a casa nostra en diferents moments: les imatges de Santa Fe del Montseny ple de cotxes després del confinament o unes imatges del cim de la Pica d’Estats ple d’excursionistes esperant i fent cua per fer-se la foto de rigor amb els braços alçats encara les tenim a la retina. 

De nou, un indret que es popularitza perquè esdevé moda a una xarxa social (sobretot, a Instagram) i això fa atraure centenars de visitants que, encuriosits, volen replicar la mateixa imatge per deixar constància al seu perfil que hi han estat.

Durant aquests dies he anat seguint el fenomen de prop. Alguns missatges d’usuaris a les fotografies apuntaven que la responsabilitat d’aquesta massificació era d’alguns influencers, que havien geolocalitzat la foto o havien explicat des d’on l’havien fet. I això és un error. Sovint pensem que, si tenim pocs seguidors a les xarxes socials, el nostre missatge no el visualitzarà una gran comunitat de persones. És fals, ja que les xarxes funcionen a través d’algoritmes digitals que poden convertir el teu contingut en viral en pocs segons.

Cadascun de nosaltres som responsables dels continguts que pengem a les xarxes i, de la mateixa manera que primer pensem i després diem, la digitalització ens demana pensar abans de penjar. Cal reflexionar sobre les conseqüències d’allò que publiquem.

Aquesta nova cultura tecnològica de la qual tots som dependents també ens porta a assumir alguns riscos als quals el nou homo absortus (absort en les pantalles) ha de fer front.

Si no ens passa pel cap deixar una bossa de plàstic en un espai natural o urbà per les conseqüències mediambientals que pot comportar, per què no som igual de conscients dels efectes que pot originar publicar la nostra ubicació en un indret?

Hem de prendre consciència que no només els nostres actes en l’entorn tenen unes conseqüències, sinó també els continguts que publiquem sobre els espais que fotografiem.

Per davant tenim un gran repte: fer compatible el desenvolupament turístic de petits municipis, al qual les eines digitals poden ajudar, i evitar la massificació i les concentracions de persones en espais protegits. 

Aquest món tecnocapitalista comporta molts desafiaments, i un d’ells serà el de reajustar moltes de les accions que fem sense pensar en les possibles conseqüències per preservar la intimitat de les persones i dels espais.

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Relaciones de pantallas

Tengo la sensación de que hemos establecido un sentimiento de amor-odio con las pantallas a raíz de la pandemia. 

Antes de que la COVID-19 hiciera volar por los aires nuestra vida social, empleábamos las pantallas con dos propósitos: trabajo o estudio, y ocio o descanso. Es decir, como herramientas de trabajo en la oficina durante el horario laboral y como mecanismo de evasión frente a la televisión en situaciones de ocio.

Ahora hemos aprendido a incorporar las pantallas en nuestras interacciones sociales para continuar en contacto con nuestro círculo más cercano, a través de una nueva modalidad: el cibercontacto.

Las pantallas nos han facilitado poder tener conversaciones en las que ver y escuchar a nuestros familiares. Observar a alguien en una pantalla del móvil o del ordenador nos ha paliado la sensación de soledad, de tristeza y de angustia. La pandemia ha evidenciado la importancia del lenguaje de los gestos: un abrazo, un beso, una caricia, un apretón de manos, etc. Incluso en el tú a tú hemos llegado a interpretar sonrisas que se ocultan tras las mascarillas. 

A través de las pantallas hemos canalizado emociones de despedida: cada vez que los profesionales sanitarios han facilitado digitalmente, a pacientes graves, la despedida a sus familiares cuando el contacto era imposible o, incluso, realizando rituales fúnebres a través de videoconferencias donde compartir el dolor y el sufrimiento de la pérdida de un miembro de la familia.

En la actualidad, cuando la pandemia continúa afectando a todos los aspectos de nuestra vida, hemos asimilado el uso de las pantallas como herramientas que nos conectan con nuestros allegados. 

Hemos aceptado el cibercontacto como bálsamo para aliviar nuestra necesidad de relacionarnos.

De este modo, hemos incorporado a estos artefactos una nueva funcionalidad, la social, que se ha hecho un hueco coexistiendo con nuestra vida laboral y de ocio. 

Incluso las pantallas se han convertido en cómplices de nuestras relaciones sexuales a través del cibersexo, en una circustancia donde el contacto físico es complejo.

El tiempo nos dirá hasta qué punto las pantallas se van a convertir, todavía más, en herramientas de dependencia. 

Hasta qué punto vamos a substituir, con las pantallas, algunas necesidades esenciales como las relaciones interpersonales rostro a rostro, la docencia a través de aulas digitales o la transformación de nuestros hogares en espacios multifuncionales como oficinas o despachos. 

Sin duda, un nuevo desafío para el homo consumens.